El Llamado de las Cinco Lunas El aire en Alindor, la Ciudad de las Espiras Plateadas, olía a lluvia próxima y a hierbas quemadas. Las cinco lunas, Irit, Voryn, Sylessa, Kharzum y Nymira, colgaban bajas en el cielo crepuscular, tejiendo un manto de luz azulada sobre las torres en espiral de la urbe. Era una noche de presagios, y en el Tabernáculo del Cuerno Astillado, un antro de techos bajos y vigas carcomidas, las sombras danzaban al ritmo de las llamas titilantes de las lámparas de éter. Lyria Vaelthor, la elfa del Bosque de Lágrimas, ajustó su capa de seda verde esmeralda mientras sus ojos, del color del ámbar antiguo, escudriñaban la sala con desdén innato. Su piel, pálida como la luna Sylessa, brillaba bajo los jirones de luz, y sus orejas puntiagudas, adornadas con filigranas de plata, captaban cada murmullo entre el bullicio. Los elfos de su linaje eran criaturas de gracia letal, ágiles como el viento y orgullosos como los dragones ancestrales. Pero Lyria, a pesar de su postura impecable, escondía una cicatriz en el alma: la caída de su casa, reducida a cenizas por una traición. Llevaba un arco de madera de Yggdrasil a la espalda, cuyas cuerdas susurraban secretos en élderico. —Un vino de nighthshade, caliente y sin miel —ordenó al tabernero, su voz melodiosa pero fría, como un río helado—. Y asegúrate de que no esté aguado. En un rincón cercano, Thorgrim Barbarrota, el enano de las Montañas Humeantes, golpeó su hacha de doble filo contra la mesa, haciendo saltar astillas. Su barba, trenzada con anillos de adamantio y teñida de rojo carmesí, olía a cerveza de hongos y sudor de mina. Los enanos de su clan eran tozudos como las rocas, leales a la muerte y desconfiados de magias y cielos abiertos. Thorgrim, con sus brazos gruesos como troncos y nariz aplastada por diez peleas, llevaba una cota de malla tan pesada que habría matado a un humano. Pero bajo su ceño perpetuo, guardaba el remordimiento de no haber salvado a su hermano durante el derrumbe de Khazadûm. —¡Otro barril de hidromiel negra! —rugió, con voz que retumbó como un derrumbe—. ¡Y si le sacas la espuma, te parto los dedos! En la puerta, Ghorza Garraférrea, el orco de las Llanuras Sangrantes, se detuvo para escupir al suelo. Su piel, verde oscuro como musgo envenenado, estaba surcada por cicatrices que contaban historias de cien batallas. Los orcos de su tribu eran gigantes de músculos tensos, cráneos gruesos y colmillos curvos que brillaban bajo la luz. Ghorza, con su armadura de placas oxidadas y un martillo de guerra manchado de hollín, desprendía un aura de violencia contenida. Pero en sus ojos amarillos, astutos como los de un lobo, había un destello de curiosidad prohibida para su raza: anhelaba algo más que sangre. Había desertado de las hordas del Rey Desdentado, y su alma clamaba por redención… o por una muerte digna. —Huele a debilidad aquí —gruñó, mostrando los colmillos en una media sonrisa—. Perfecto para descansar. Y en la sombra más profunda, Elyon de las Brumas, la humana de los Pantanos Silentes, ajustó su capucha gris. Su rostro, anguloso y marcado por una vida de secretos, permanecía oculto salvo por sus ojos grises, fríos como el acero. Los humanos eran versátiles, frágiles pero ingeniosos, y Elyon era un prodigio de las artes arcanas, aunque lo negaría bajo tortura. Llevaba un grimorio atado con cadenas a la cintura, cuyas páginas susurraban hechizos prohibidos. Pero su mayor secreto no era la magia, sino su origen: había nacido bajo el estigma de los Marcados por el Abismo, condenados a ser presas de los dioses oscuros. —Observar… siempre observar —murmuró, trazando un runa invisible en el aire—. Hasta que la presa se delate. El tabernero, un hombrecillo calvo con ojos de rata, colocó un cuerno de hidromiel frente a Thorgrim. Pero antes de que el enano pudiera beber, la puerta se abrió con un chillido. Un sylph, criatura etérea de alas de cristal, entró flotando y dejó caer un pergamino sellado con cera negra sobre cada mesa. Lyria desenrolló el suyo con dedos delicados; Thorgrim lo hizo a mordiscos; Ghorza lo partió con un colmillo; Elyon lo leyó sin tocarlo, usando un hechizo. El mensaje era idéntico: “Busco a los condenados por su pasado. A los que anhelan redención… o poder. En las Ruinas de Ulthar, bajo la alineación de las Cinco Lunas, yace un relicario capaz de cambiar el destino. Venid al Patio de los Susurros. Solo los dignos sobrevivirán.” Firmado con una runa que ardía en violeta: El Sello del Caminante. Thorgrim eructó. —¿Una trampa? Probablemente. ¿Una aventura? Seguro. ¡Ja! Me aburría de todos modos. Ghorza rechinó los colmillos. —Si hay botín, voy. Si no… alguien morirá por el engaño. Lyria alzó una ceja, despreciando la grosería de ambos. —Solo un necio ignoraría las señales de las lunas. Iré… pero no esperéis que os salve cuando tropecéis. Elyon, silenciosa, cerró el grimorio. Sabía que aquel relicario podría ser la clave para sellar el Abismo dentro de ella… o para liberarla. Cuando llegaron al Patio de los Susurros, un círculo de piedras cubiertas de musgo luminiscente, una figura encapuchada les aguardaba. Su voz era suave, pero con ecos de mil edades: —Sois fragmentos rotos, pero juntos… podéis ser un arma. ¿Aceptáis el desafío? Lyria apretó su arco, Thorgrim gruñó, Ghorza sonrió sedienta de acción, Elyon contuvo el aliento. El viento llevó su respuesta antes de que hablaran. Era el inicio, A misty forest landscape with stone structures flanking a path. Soft light filters through the trees. The scene evokes a sense of mystery and adventure in a fantastical setting